miércoles, 27 de abril de 2011

Esteban: una leyenda entre el amor y la música


De mi barrio tengo inmemorables recuerdos. Los vecinos tomando mate en la puerta de sus casas, los perros sentados a su lado, mis amigos de la escuela secundaria, el dueño del kiosco que siempre nos regalaba algún chocolatín. Y los bailes y corsos de carnaval de nuestras calles. Las mejores comparsas siempre se hicieron en mi barrio. Eran los momentos más felices del verano, porque mamá me dejaba maquillarme y ponerme esa falda rosa que tanto me gustaba. Los chicos llevaban espuma y bailábamos al compás del redoblante que llevaba el ritmo de la danza. Eran temperaturas elevadas la de ese verano, el último carnaval de mi vida. En ocasiones era la mejor excusa para juntarnos con los chicos del barrio y tirarnos bombitas de agua o bien jugar con la manguera de casa. 

Faltaban muy pocos días para el carnaval 2010, por lo tanto, ya se veía como en las calles de La Paternal se iba adornando de colores y papeles, de guirnaldas y afiches. Ya había sacado del placard mi pollera preferida, esa que se volaba un poco con los saltos y brillaba en la oscuridad. Ella me espera para el verano, y siempre está impecable para la ocasión. Las clases habían terminado bien y además yo tenía un pretexto para los festejos. Había finalizado mi último año de secundaria y ya me preparaba mentalmente para el ingreso a la facultad. Las temperaturas elevadas, extrañamente me hacían sentir feliz. Siempre supe que mi timidez no ayudaba en la conquista del amor y que mis actitudes siempre terminaban por espantar a los chicos más lindos de la escuela. Mamá decía que cuando me cruzase con el chico de mis sueños, yo me daría cuenta y la timidez se me iría en un parpadeo. Llegó un día en el que casi sentí que nunca lograría conocer a nadie que verdaderamente pudiera enamorarme. Pero a mis dieciocho años, las cosas eran muy relativas. 
Había llegado la primera noche de carnaval y algo me decía que un cambio se estaba aproximando. Sin tanto alarmarme, decidí salir de casa. Saludé a Mercedes, la vecina amiga de mamá de hacía una década. Se juntaban todos los días y rara vez pude ver sonreír a esa mujer. Creo haberla cruzado mil veces con ese gesto disgustado y un tinte de tristeza. Además vivía sola. Creo que tenía un gato. No sé. Esa noche mis amigos tocarían unos temas de su autoría, yo bailaría para ellos y las chicas siempre llamarían la atención con sus majestuosas prendas. Entrada la noche y luego de mucha música, decidí volver a casa por más espuma. Era difícil llegar a destino con tanta gente por todos lados. Desplazaba a los bailarines con ingenio y con cautela me abría el paso. Una mano apretó la mía por detrás de mi espalda. Giré con la gracia de una adolescente creyendo que de uno de los chicos se trataba. Pero al contrario, mis ojos se cruzaron con un completo desconocido de antifaz dorado que dulcemente sonreía al mencionar mi nombre. ¿Cómo sabía de mí tan encantador muchacho? ¿Cómo sabía de Ana, la tímida chica de barrio que acababa de cumplir sus dieciocho y nunca había besado a ningún hombre?
-    ¿Nos conocemos? Indagué.
-          Te he visto en casi todos los carnavales del barrio, Ana.
-          ¿Quién sos? No recuerdo haberte visto antes, ¿Fuimos a la misma escuela? Pregunté.
-          No creo. Pero no puedo evitar mirarte bailar. Siento que llevas el espíritu del carnaval en tus venas.

Hablamos casi toda la noche de temas triviales. Nunca le pregunté detalles de su vida, ni él de la mía. Lo amé desde ese primer encuentro. Le pregunté si podríamos volver a vernos esa tarde de domingo. Pero se negó. Me prometió que volveríamos a encontrarnos en el próximo carnaval. ¡Lo volvería a ver al cabo de un año! Eso era mucho tiempo, pero decidí esperar.  Así un largo año pasó y estuve investigando con todos mis vecinos de la cuadra  a Esteban. Un príncipe moderno con profundos ojos azules y un tupido y negro cabello. Su piel blanca y su inconfundible antifaz dorado. 

No hubo ni una sola persona que pudiera darme detalles de ese muchacho. Definitivamente no era del barrio. Nadie lo conocía y él me había jurado que vivía muy cerca de casa. Faltaba poco para el verano, mi ansiedad no podía con mi cuerpo y con mis ganas de encontrarme con tan misterioso príncipe del baile. Lo busqué durante horas y no dí con él. Por arte de magia un deja vú apareció tomándome de la mano entre tanto gentío. Era él. Tan suave, tan misterioso. No pude dejar de preguntarle por qué me había mentido, por qué había dicho que vivíamos cerca, nadie lo conocía, nadie había escuchado de él. Le confesé que mi año estuvo cubierto de varias novedades y cosas nuevas, pero él era el mejor recuerdo de todos y el motivo por el cual ahora despertaba por las mañanas.

- Y vos sos el motivo por el cual vuelvo a las noches de carnaval. Sos la razón de mi presencia aquí, pero más de eso no puedo darte. Tampoco puedo prometerte amor eterno. Estamos muy lejos, pero sé que en algún momento de tu vida nos volveremos a encontrar.
Antes de poder reaccionar, lo vi alejarse de mí lentamente, doblando a la esquina me pareció verlo desaparecer y así corriendo llegué a casa. Me topé con Mercedes despidiéndose de mamá, lloré casi toda la noche. De madrugada una sed insaciable me despertó camino a la cocina. Allí, tirada en el hall de casa estaba el bolso de Mercedes. Casi con enojo y mucha curiosidad lo abrí. Indagué en las cosas de esa intrusa y con lágrimas en los ojos, mi pulso temblando al ritmo de los grillos del jardín, descubrí una vieja foto de Esteban con una inscripción en la parte de atrás.
“Hijo mío, la vida sólo te dio dieciocho años en este mundo. Nunca te olvidaré. Mamá”…

N.B.S

viernes, 8 de abril de 2011

SECRETO DE UNA LOCURA

Se fue el sol y de golpe la garúa reventó en la ventana,
Tus ojos titilaban frente al resplandor de la televisión,
Y yo, miserable mujer solitaria, esperaba una nueva mañana.

Los desayunos, casi malolientes por los huevos machacados, eran amargos y furiosos,
Toda la energía del día destilaba su peor destino y su poco aroma a felicidad.

Los viajes siempre al trabajo eran deleznables, se convertían en un largo letargo de seis estaciones en tu compañía. Y ni hablar de los bondis*, mojados de mediocridad en la que vos respirabas atento al ritmo de las bujías. Oxidadas…

Prendía la computadora, los pixeles se burlaban de mí peinado, casi irreal, maltratado por el clima hostil de la dependencia emocional y pseudo-económica.
Las risas se sentían en los pelos de los brazos, cuando mis dientes rechinables me chusmeaban acerca de la porquería humana que compartía mi espacio laboral.

Toda la escoria chorreaba en el subte de regreso a casa, los latidos del corazón no me dejaban en paz, y yo lloraba muy por dentro esperando un desenlace que no tardaría en llegar…

El amor no basta, siempre decías. Y tu dinero, ¿qué? ¿Acaso bastaba para desprenderme sonrisas cómplices en presencia de tu desamor?
Entonces decidí lo mejor. Terminar con la miseria de esta vida. En la que tantos años perdí y a vos te regalé.

Un regalo materno, para tantos asados, se convirtió en el guiño implícito de nuestro secreto. Este mismo y filoso miembro de cocina que esconde junto a mí, tu cuerpo yaciente en el jardín que ahora varios repollos me convida a diario…


*Lunfardo porteño. Correspondiente a bus, colectivo, micro. Transporte público.

NBS

martes, 5 de abril de 2011

Me cura un poco la enfermedad…

 
Dr. House... Una serie para no ver cuando uno está enfermo
Todo el que estuvo enfermo sabe lo mal que se siente y lo feo que puede llegar a ser una semana clavado en la catrera…
Estuve engripada una semana lo que trajo a cuestas mucho moco, dolor de garganta, migrañas, fiebre, tos y malestar en general. Eso que llamo malestar en general es una sensación profunda de ni siquiera bancarme a mí misma.

Un buen día de la semana de enferma me desperté a las cuatro AM tiritando del frío por la presunta elevación de fiebre y ahí me percaté de las buenas cosas de la enfermedad:
1)      Falté al trabajo una semana completa. ¡Y me encantó!
2)      Comí comida sana y liviana, lo que disminuyó sin querer mi peso y bajé esos gramos que me sobraban.
3)      Nunca me levanté si quiera a hacer un té. Siempre alguien se ocupó de eso.
4)      Leí más de lo que acostumbro. Habían libros por toda la cama. Todo el tiempo.
5)      Vi decenas de películas. Algunas adeudadas y otras recién estrenadas.
6)      No limpié ni una sola vez el piso, no planché nada y ni hablar de lavar platos.
7)      Si no habían mucamas/os “ad honorem” en la zona, el teléfono delivery siempre estaba cerca. ¡Y disponible!
8)      Me hice la manicure cuatro veces.
9)      Pensé en el origen de la vida cuando llegué a los 39 grados de temperatura, luego sentí que estaba delirando. Pensé en el origen de mi vida al bajar a 37 grados. Sentí que me enojaba más y más con mis viejos. Luego me estabilicé, y me puse a pensar por qué demonios no me abrigué esa noche… Cuando todo esto comenzó.
10)   Hablé por teléfono, por mensajitos de celular y por redes sociales con gente que tenía olvidada hacía añares..

¿Será cierto de que de algo malo siempre se encuentra algo bueno?
NBS
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