Nunca me sentí tan ridículo como en mi época de adolescencia. Resultó que había muerto un docente del secundario al que estimaba mucho. Se me colmó el alma de pena y no pude hacer otra cosa que concurrir a despedirlo. Aunque había acordado encontrarme con mis amigos, decidí ir solo, a pesar de que era la primera vez que asistía a un velorio sin la presencia de mi familia.
El asunto me daba un poco de escalofrío, pero tomé coraje. Llegué a la casa velatoria. Respiré hondo y entré. Estuve más de una hora en el lugar, llorando, con la cabeza a gachas, mirando siempre las baldosas del suelo y cumpliendo con la ordenanza de mamá: "Cuando estés con la familia, deciles que los acompañás en el sentimiento y ninguna otra estupidez. Solamente dales el pésame por respeto". Y eso hice: di el pésame a todos los que me cruzaba en la sala.
La nota completa, en la edición impresa de Newsweek
El asunto me daba un poco de escalofrío, pero tomé coraje. Llegué a la casa velatoria. Respiré hondo y entré. Estuve más de una hora en el lugar, llorando, con la cabeza a gachas, mirando siempre las baldosas del suelo y cumpliendo con la ordenanza de mamá: "Cuando estés con la familia, deciles que los acompañás en el sentimiento y ninguna otra estupidez. Solamente dales el pésame por respeto". Y eso hice: di el pésame a todos los que me cruzaba en la sala.
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Por Brenda Salva