viernes, 7 de octubre de 2011

VIAJE AL FONDO DE LA MISERIA HUMANA

La que viajó, recordó, viajó y lo volvería hacer.

Papá tenía tanta fuerza que aguantó sus lágrimas cuando me vio saludarlo detrás del vidrio. Siempre dijo que Plusmar era la mejor línea de micros, pero la terminó odiando. Después de todo, era el micro que había alejado a su primogénita de él. Cinco horas se harían eternas y la mezcla se sensaciones casi insoportable. No era un viaje de placer, o esos que sirven de escapada y duran no más de 48 horas. El viaje estaba dándole el comienzo a un nuevo hogar, a una nueva vida, lejos de todo lo conocido. La capital porteña se quedó con mamá, con papá, con los mellis, con Bruce y ese pelaje esponjoso, con la escuela primaria y los recuerdos del recreo, con varios ex novios, con la facultad, con los libros, con la ambición, con miles de fotos, con momentos, con olores y sonidos.
El asiento era cómodo, preparado para soportar la película que siempre pasan por la ventana. Siempre es mejor elegir un asiento solitario, abajo, en el medio del pasillo, del lado de la ventana. Pero es insoslayable elegir compañeros de viaje, cuando se conocen recién al escuchar sus ronquidos, algunos llantos infantiles, música saliente de un celular, como si los auriculares no fuesen inventados, o las charlas a los gritos, como si los decibeles no existiesen. Nada que el MP3 propio no pueda borrar del entorno. Salvo la información innecesaria que otorgan ciertos pantalones desabrochados, dejando nula la imaginación de quien observa. Todo se torna muy bizarro, haciendo que por un momento, la tristeza del alejamiento del hogar materno, quede relegado. No habían pasado ni siquiera diez minutos del arranque del micro que ya habían tres personas esperando el uso del baño, un habitáculo movedizo que requiere de la habilidad acrobática de los pasajeros para su utilización. ¡Qué susto el tipo que quiso salir y la puerta no abría! Un súper chofer la destrabó con una patada Ninja al mejor estilo Van Dame. Fatalidad cuando el sonido de la televisión del micro superó al sonido de mis auriculares. Una mezcla entre el sollozo lamento de “Claro de luna” se embarró con el lunfardo de Guillermo Francella hablando spanglish en una película que pasó tan desapercibida como mi mugido en el micro.
Una teta inundó la cara de un pequeño pecoso, que seguía llorando ante semejante oferta. Y un “shhhh” del fondo conjugo una escena que ni un almuerzo el domingo hubiese podido superar.  Abrir la ventana, ver correr el paisaje tan rápido como las películas en blanco y negro, es otra cosa. Siempre y cuando no se abra la ventana en cualquier villa del Gran Buenos Aires y nos demuestre que a pesar de recordar la parva de propaganda política, todavía hay chicos que descalzos y sucios saludan al pasar a un micro de Plusmar camino a la costa. El viaje bien puede ser el éxodo a la miseria humana que aparece sin ser llamada, pero existe en el fondo de cada ser.  La distracción era demasiada como para pensar en esa vida que pronto tendría que adoptar. Porque aún, y a pesar de haber salido de la metrópoli, todavía viajaba la capital federal en ese micro. Dos horas y casi la mitad del viaje ya habían pasado. Un olor ácido transformó la expresión de los pasajeros, en una mueca inimitable, que llevó a que más de uno abriera las ventanas sin reparar en el frío que entraba del campo, ya estrellado y con figuras rumiantes cenando pasto fresco.
Las ganas de comer ese alfajor de fruta, se desvanecieron y un “qué hijos de puta” salió de la boca de alguien, tal vez del culpable, que puteó para no levantar sospechas.
La chicharra de exceso de velocidad comenzó a sonar y a prenderse y apagarse, a sonar, prenderse y apagarse de nuevo con esa delatora luz roja que me recordaba los micros dados vuelta en la ruta con cientos de accidentados y algunos muertos. Una historia común que tal vez se pudo haber evitado si alguien se levantaba y le tiraba la oreja al conductor “mejor bajá la velocidad o dentro de poco vas a ver tus tripas en el cemento”. Pero nadie se levantó, nadie se quejó. Ni yo. Apareció con la corbata desprendida el co chofer, y apagó la chicharra. Punto. Fin de la molestia. Ahora si íbamos a 300 kilómetros por hora, por lo menos no nos íbamos a enterar.
¿Por qué metí ese libro en la mochila que dejé abajo del buche del micro? ¿Por qué Elena Poniatowska está en el buche? ¿Lo habrá hecho adrede? ¿Para que observe todo eso y me quede tan grabado en los sentidos como para luego de un mes, traducir la epopeya en un papel?
Durante 45 minutos el viaje sólo fue un sueño, el que finalizó cuando las luces del micro y un estornudo puntual, dictaminaron que el viaje estaba a punto de concluir. Desesperezarse, quitarse las migas del algún sanguche del buzo, enrollar el cable del MP3, atarse las zapatillas, meter todo agazapado en la mochila y acomodarse el pelo pegado a la nuca. Las premisas infaltables antes de cualquier arribo. Estirar la columna y volver el asiento a su lugar, sentarse derechito y a la espera. Ticket del bolso en mano, un corazón galopando mientras por un lado de la ventana ve al mar, y por el otro la terminal del destino. Con las manos pegadas a la ventana, yo fui papá. Tratando de tragarme las lágrimas, porque ahí estaba él, con una sonrisa amplia dándome la bienvenida a una nueva vida.
N.B.S
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