Un libro grande, pesado, con hojas gastadas y sin atractivos gráficos nunca me cautivó। Nunca tuve ganas de descifrar sus páginas। Prefería prender la TV y echar a volar mi tiempo। Pero el tremendo “libraco” siempre estuvo en mi mesa de luz, y eso me hacía ver como la estudiosa, o la chica aplicada que por las noches se inundaba en la lectura। ¡Mentira! Asumo que sólo es una cuestión de imagen, y por más que por ahí digan “la soledad por las noches desespera”, a mi no me desespera para nada, y no hay excusas para la lectura। Me aburre. En la escuela era obligación, ahora a mis 19 años, soy una mujer adulta, dueña de mis decisiones y actos. ¡Qué ilusos! Un pesado libro en mi mesa de luz no quiere decir que me interese la lectura. Siempre hay algo más de lo que se ve. Siempre hay algo oculto. Y este libro es la alcancía de mis recuerdos. Cada noche que me siento un poco sola y busco la nostalgia, abro la página 241 y le doy rienda suelta a mi memoria. La página 241 guarda la foto del ser más maravilloso de todo este planeta. Es un hombre fuerte, celoso, misterioso y amante. El cual, al conocerlo, no pude resistir olvidarme de mí. La diferencia de edad no incidió para nada en nosotros. No puedo decir que fue una relación, porque realmente no lo fue. Pero si puedo afirmar con absoluta convicción, que vivimos. Vivimos al máximo mientras duró.
Sentada en el aula, pocos días antes de terminar la cursada, exactamente un 27 de Noviembre de 1984, recibí el mejor regalo de cumpleaños de todos los tiempos. (Mis dulces 16 realmente fueron dulces) Irrumpió en la clase de biología, un despistado profesor de otro curso. Situación irrelevante para todos. El máximo flechazo para mí. Fue inmediato. Rápidamente la hermosa sensación de haber compartido un cruce de miradas, me transportó a otro mundo. Fue cuestión de segundos. Así como también fue determinante mi pedido para ir al baño, sólo para seguirlo y verlo entrar a su respectiva aula.
Confirmé। El aula 3. El curso era 5to, un año más que el mío. De alguna manera sentí la pequeña satisfacción de haber cumplido conmigo ese día. Después de ese 27 de noviembre, nada fue igual.
Me senté a comer esa noche con mi familia, mi hermano reía con Alf, un extraterrestre peludo que comía gatos y decía estupideces. Mis padres hablaban de cualquier cosa. Y yo, Amanda, totalmente alienada en mis pensamientos. Esa noche decidí casi de manera inconciente planear e imaginar como sería el encuentro más íntimo entre ese total desconocido y yo. La perversión no es mi predilección, pero esa noche formó parte de mí.
Cada día de clase se transformaba en una cuenta regresiva, cada día que pasaba sólo acercaba las tan despreciadas vacaciones. Y por ende, las clases terminarían. Por lo tanto, mis anhelos, mis sueños más ocultos llegarían a su fin. O más bien, comenzarían.
Marcos daba Historia, tenía 41 años y muy pocas veces lo vi sonreír.
Una semana después de haberlo descubierto entrar a mi aula por accidente, decidí ir a su búsqueda en un recreo y contarle cualquier trivialidad. “Hola, Usted es muy parecido a mi tío Juan Pérez, ¿lo conoce? Ahora que lo pienso, ¡Que idiotez! A lo que él respondió, “Si, lo conozco. Es el que maneja el contrabando de dientes y lo apodan ratón.” ¡Que respuesta! Como si me hubiese estado esperando. En ese preciso momento dejé de sentirme lejos de él, dejé de ser una desconocida. Y dije: “Que gracioso, sabía que mi tío era un coleccionista de rarezas, ahora entiendo el mercado negro de los dientes. Me llamo Amanda Magdalena Orr. El dijo: “Marcos, y podés tutearme.”. Palabras eternas.
Tan eternas que se desplazaron por esas mágicas tres semanas que duró la cursada de mis últimos días en cuarto año.
Hablábamos en el recreo, nos veíamos a la salida, y un día hasta nos encontramos en el pasillo de los baños. Sólo para hablar de cualquier cosa irrelevante pero muy importante.
El verano se sentía en las paredes, y el permiso para desabrocharnos el delantal, fue un regalo de los dioses.
Las clases, un día llegaron a su fin। No recuerdo exactamente como fue, que terminamos hablando horas por teléfono। Y siempre, hasta en las situaciones más bizarras, una cosa lleva a la otra. Y está no fue la excepción.
Una calurosa tarde de febrero, nos encontramos. Fuimos a caminar por un tranquilo barrio de la ciudad porteña. El tiempo volaba al lado de Marcos, tan así que ni me percaté cuando cayó el sol y el reloj marcó las 22 horas. Mi mamá estaba entrando en pánico cuando la llamé. Le avisé que esa noche me quedaba a dormir en casa de Laurita. Mi fiel amiga, que me salvaba hasta en situaciones que ella nunca supo. Como ésta.
Con la flamante excusa de ir a conocer la impresionante biblioteca de Marcos, fuimos a su casa. Un humilde PH del barrio de Flores. Pero con tanto misterio, que la mejor película de suspenso aburría.
Un lindo lugar para un hombre solitario y de pocas risas. Hablamos, nos sentamos en el piso de la cocina, y abrió una botella de Ginebra. Nunca le confesé que esa era mi primera vez con el alcohol. Pero creo que lo notó cuando me volví algo verborrágica y pesada. Fue un viaje de ida y vuelta a una tierra desconocida ese vaso de Ginebra.
Recuerdo que me levantó y me acostó en el sillón del living. Recuerdo ese tierno beso en la frente. Recuerdo cuando apagó la luz y se dirigió a su cuarto.
Tenía un leve mareo y los ojos abiertos cuando decidí no pensar en nada y seguir sus pasos.
Esa noche hubo un robo. El robo de todos mis límites morales y éticos habidos y por haber. El robo de toda mi conciencia sobre la realidad. De toda mi pureza robada por Marcos.
Tengo fragmentos de imágenes de esa noche de insomnio provocado por el placer de lo prohibido. Un fuerte empujón contra el espejo colgado en la pared, terminó por hacerlo añicos. Pero no nos importó. Seguíamos hundidos en esa locura extravagante. Las sábanas revueltas, ropa esparcida por el suelo, la mirada de un perro negro de peluche nos observaba. Una flor seca tirada en el piso terminaba por cerrar una imagen perpetua.
La transpiración de Marcos y mis pensamientos hechos gramajo, me hicieron feliz. En su mesa de luz, un pañuelo ensangrentado por el golpazo que se dió mientras me tenía en alzas. Imágenes de una verdadera escena surrealista. Pero real. Tan real como esas noches de verano en las que salíamos a caminar y luego me volvía a quedar en casa de Laurita.
No todas las historias tienen finales felices. Decidimos no vernos la primera semana de clase. Para no levantar sospecha. Y así fue. Entre mi desesperación de sólo acatar su orden, casi construyo un altar entorno a su foto. La segunda semana de clase parecía soñada ¡y tan esperada! El camino a la escuela lo hice corriendo, llena de ilusiones y mariposas en la panza revoloteando. Todas mis ganas se desplomaron de un segundo a otro, cuando en la puerta de la escuela flameaba un cartel que decía: “No hay clases por duelo” La vuelta a casa fue a las puteadas, pateando todo lo que se me atravesara por el camino.
El día siguiente me encontré camino a la escuela, feliz de nuevo, saltando. Ese día no había cartel. Tampoco había Marcos. No se porque no le pregunté a nadie sobre su ausencia.
Es el día de hoy, que prefiero no saber que ocurrió. Prefiero no conectar ese maldito cartel en la puerta de la escuela con la ausencia de Marcos.
Sólo me limito a abrir la página 241 de mi pesado y aburrido libro llamado “el nombre de la flor o de la rosa”, da lo mismo. Ahí se condensa, en una foto, mi secreto. Y el de Marcos. Se guarda mi más preciado tesoro. El que nadie conoce, y nunca sabrán. Menos por mi boca. Quizás algún día, Marcos lo confiese.
Brenda Salva